La actividad agrícola genera anualmente grandes cantidades de residuos vegetales, estimados en 343 millones de toneladas a nivel nacional (Bares Benlloch, 2013).
En cultivos leñosos como cítricos y frutales, estos residuos se producen regularmente de los aclareos, podas y destríos de frutas. Su gestión recae en los agricultores, siguiendo la directiva comunitaria 2008/98, que impone el principio de "el que contamina paga" (Unión Europea, 2008). Esto supone un coste adicional y un desafío continuo para las explotaciones agrícolas.
Tradicionalmente, gran parte de los restos vegetales se destinaban a la alimentación animal. Sin embargo, la intensificación y deslocalización de la ganadería han llevado a los agricultores a recurrir a otras prácticas como la quema, actualmente prohibida por normativa. Alternativas como enterrar los residuos en el suelo presentan riesgos, como el conocido como "hambre de nitrógeno" producido por el aumento de actividad microbiana en el suelo o la propagación de patógenos al cultivo (Cao et al., 2021; Noble et al., 2009). Por lo tanto, para aprovechar al máximo el potencial agronómico de estos residuos es importante explorar alternativas que minimicen sus impactos negativos y promuevan una gestión más sostenible.
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